LA
DESHEREDADA,
GALDÓS.
El
patio es estrecho. Se codean demasiado los enfermos, simulando a
veces la existencia de un bendito sentimiento que rarísima vez
habita en los manicomios: la amistad. Aquello parece a veces una
Bolsa de contratación de manías. Hay demanda y oferta de desatinos.
Se miran sin verse. Cada cual está bastante ocupado consigo mismo
para cuidarse de los demás. El egoísmo ha llegado aquí a su grado
máximo. Los imbéciles yacen por el suelo. Parece que están
pastando. Algunos exaltados cantan en un rincón. Hay grupos que se
forman y se deshacen, porque si no amistad, hay allí misteriosas
simpatías o antipatías que en un momento nacen o mueren.
Dos
loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos
como polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del
disparate. No hay compasión en sus rostros, ni blandura en sus
manos, ni caridad en sus almas. De cuantos funcionarios ha podido
inventar la tutela del Estado, ninguno es tan antipático como el
domador de locos. Carcelero-enfermero es una máquina muscular que ha
de constreñir en sus brazos de hierro al rebelde y al furioso; tutea
a los enfermos, los da de comer sin cariño, los acogota si es
menester, vive siempre prevenido contra los ataques, carga como
costales a los imbéciles, viste a los impedidos; sería un santo si
no fuera un bruto. El día en que la ley haga desaparecer al verdugo,
será un día grande si al mismo tiempo la caridad hace desaparecer
al loquero.
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