lunes, 20 de octubre de 2014

2º BACHILLERATO. SELECCIÓN DE TEXTOS. INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA DEL SIGLO XVIII.



NOTA: traedlos a clase para que podamos trabajar con ellos el miércoles 22 de octubre. Gracias. 

DOCUMENTO 1
La Ilustración significa el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable. Puerilidad es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puerilidad es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena. Sapere aude (“atrévete a usar tu propia razón”) es, por consiguiente, el lema de la Ilustración. 
Inmanuel Kant
¿Qué es la Ilustración?
 Vicens Vives


DOCUMENTO 2
EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD EN ROUSSEAU
El itinerario de Rousseau parte de las consideraciones sobre la constitución de la sociedad en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad, presentado al concurso de 1755 de la Academia de Dijon en respuesta a la cuestión: “Cuál es la fuente de la desigualdad entre los hombres y si está autorizada por la naturaleza”. Afirmando la hipótesis de un estado natural del hombre, el autor establece los momentos de formación de la sociedad, señalando las causas que han introducido los principios de desigualdad que, aumentados y complicados en el transcurso del tiempo, han dado lugar a la sociedad contemporánea. Aunque Rousseau presenta la situación de existencia primitiva como ideal y deseable, era consciente de la imposibilidad de desandar el camino. Este planteamiento era completamente hipotético y le sirvió, fundamentalmente, para analizar la sociedad de su tiempo y sostener la reivindicación de una sociedad mejor, que permitiese salir de una situación insatisfactoria.
Si, tal y como está constituida, la sociedad anula las libertades individuales, habrá que  buscar una solución que preserve la integridad del individuo y le permita desarrollarse normalmente en el seno de dicha sociedad. Rousseau realiza una doble propuesta. Por una parte, describe la formación del individuo independientemente de cualquier contacto con la sociedad (Emilio); por otra, intenta definir un Estado bien constituido (en El contrato social).
Siguiendo el esquema del libro pedagógico novelado, que ya tenía en Francia cierta tradición (sobre todo a partir de Fénelon), lo que Rousseau propone [en el Emilio] es un sistema educativo que respete el ritmo de la naturaleza sin forzar las etapas: así, al desarrollo inicial de la sensibilidad del niño seguirá el de la inteligencia, dejando para más tarde el descubrimiento del otro (la sexualidad) y de la sociedad (religión, moral). En el núcleo de la obra se encuentra precisamente la célebre “profesión de fe del vicario saboyano”, exaltada afirmación de deísmo que fue la principal causa por la que el libro fue condenado. Tomando como punto de partida la idea del hombre bueno por naturaleza, la educación que debe recibir debe permitirle la instauración de una segunda naturaleza capaz de asegurarle la felicidad personal, al tiempo que contribuye a la felicidad de los otros. La dimensión social, presente ya en el Emilio, encuentra su plenitud en El contrato social. El quid de la cuestión era, como dice el mismo Rousseau, “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada sociedad, y mediante ella que cada uno, al unirse a todos, obedezca sólo a sí mismo y permanezca tan libre como antes”.
Combinando las nociones de interés particular, de orden general, de libertad individual y voluntad general, Rousseau llega a establecer un sistema que permitirá la gobernabilidad de un grupo social sobre la base de la cesión de libertades individuales a la voluntad general, de la sumisión de la soberanía particular a la soberanía popular. Este planteamiento, que cristaliza en un pacto o contrato entre los ciudadanos, ha sido interpretado de muy diferentes maneras: unos ven en él el triunfo de la democracia, mientras que según otros significa una justificación del totalitarismo. En cualquier caso, conviene no olvidar la dimensión utópica del proyecto rousseauniano, inaplicable en una sociedad como la del siglo XVIII, relativamente industrializada y con unas formas de relación establecidas y difícilmente modificables.


FRANCISCO LAFARGA: Rousseau.


DOCUMENTO 3
 

Entierros prematuros.

Con ocasión de haber enterrado, por error, a un hombre vivo en la villa de Pontevedra, reino de Galicia, se dan algunas luces importantes para evitar en adelante tan funestos errores.

     «Señor mío: Con ocasión de la tragedia que acaba de suceder en ese pueblo, se lastima vuestra merced, de que leyendo todo el mundo con gusto mis escritos, en ninguna manera se aprovecha de sus más importantes advertencias. El caso es, sin duda, lamentable. Un vecino de esa villa, que tenía el oficio de escribano, acometido de un accidente repentino, dio consigo en tierra, privado de sentido y movimiento. Después de las comunes pruebas para ver si estaba vivo o no, fue juzgado, muerto y le enterraron, pasadas catorce horas no más después de la invasión del accidente. Al día siguiente se notó que la lápida que le cubría estaba levantada tres o cuatro dedos sobre el nivel del pavimento. Esta novedad dio motivo para descubrir el cadáver, el cual, en efecto, se halló en distinta postura de aquella con que le hablan colocado en el sepulcro; esto es, ladeado un poco y un hombro puesto en amago de forcejar contra el peso que le oprimía, de que se coligió que la imaginada muerte no había sido más que un profundo deliquio, volviendo del cual el paciente, después de sepultado, había hecho el inútil esfuerzo que manifestaba su postura y la elevación de la losa.

     Un sujeto de virtud y letras, que frecuentaba mi celda cuando yo estaba escribiendo el quinto tomo del Teatro y se divertía algunos ratos en la lectura del manuscrito, habiendo en uno de ellos leído el sexto discurso de aquel tomo, encareció su utilidad, diciendo, que cuando yo no hubiese producido al público otra obra que aquel discurso, debería todo el mundo quedarme muy agradecido, y que él sólo bastaba para hacer famosa mi pluma. Yo hice, sin duda, en él todo lo que pude para que no se reiterasen en el mundo los funestos ejemplos de sepultar los hombres vivos, sobre las falsas apariencias, que tal vez engañosamente los representan difuntos; asunto ciertamente utilísimo al linaje humano. Pero los ejemplos se repiten, y la utilidad no se logra, por la inatención del vulgo a mis avisos.

     Digo que se repiten los ejemplos, y no tan pocos como a primera luz puede parecer. No afirmo que sean frecuentes, pero tampoco son extremadamente raros. Prueba de esto es que hablando yo uno de estos días con dos sujetos sobre el asunto de la carta de vuestra merced, los dos refirieron dos tragedias recientes de la misma especie (cada uno una) que habían sucedido en los pueblos donde a la sazón se hallaban. Acaeció la una en la ciudad de Florencia, la otra en esta de Oviedo. En aquélla, un hombre que habían sepultado en bovedilla, en la iglesia de un convento de monjas, dio voces de noche, que oyeron algunas religiosas; pero con timidez y aprehensión propias de su sexo, juzgándolas preternaturales, huyeron del coro medrosas. Comunicada la especie a la mañana a gente más advertida, se abrió la bóveda, y se halló al hombre sepultado, verdaderamente muerto ya, pero con señas claras de que un rabioso despecho le había acelerado la muerte, esto es, mordidas cruelmente las manos, y la cabeza herida de los golpes que había dado contra la bóveda. El caso de Oviedo fue perfectamente semejante al de esa villa. Un mozo caído de alto, habiendo sido juzgado muerto, fue enterrado, y al día siguiente se notó también bastante elevación en la losa. Fue mayor este error, porque los que asistieron al entierro observaron nada alterado el color del rostro, o nada distinto del que tenía en el estado de sanidad. Yo me hallaba entonces en esta ciudad y oí la desgraciada caída del mozo, pero nada de las señas de haber sido enterrado vivo. Refiriómelas un caballero muy veraz, que conocía mucho al mozo y asistió a su entierro.

     No hay lágrimas que basten a llorar dignamente la impericia de los médicos, a quien son consiguientes tales calamidades. Horroriza la tragedia y horroriza la ignorancia que la ocasiona. ¿No están estampados en muchos autores de su facultad muchos de estos casos? ¿No he citado algunos en el expresado discurso? ¿No se halla en algunos de dichos autores el aviso de que en los accidentes de caída de alto, de síncope, de apoplejía, de toda sofocación, o ya histérica, o ya por sumersión, cordel, humo de carbones, vapor de vino, embriaguez, por herida de rayo, inspiración de aura pestilente y otros análogos o semejantes a éstos, que es lo mismo que comprenden todos los accidentes repentinos y casi repentinos, se haga más riguroso examen, y se espere mucho más largo plazo para dar el cuerpo a la tierra? También he citado algunos en el lugar señalado. Nada de esto sirve. La vida temporal y aun la eterna de un hombre, pues una y otra se aventuran en uno de estos lances, son de levísimo momento para muchos médicos. Lo que sobre negocio tan importante previnieron los maestros de la facultad, se estampó para que lo leyese y tuviera presente el padre Feijoo, pero no los profesores. Y ¿no podemos discurrir que tal vez no la ignorancia, sino la codicia, causa este desorden? ¿Será temeridad pensar que uno u otro médico no se detengan en la exacta exploración de si un hombre está vivo o muerto, por no perder entre tanto el estipendio de algunas visitas que sin riesgo pudieran ocurrir? No lo sé.

     Es natural que se escuden con el riesgo de la putrefacción de los cadáveres, y el daño que de la infección puede resultar a los vivos. Pero, ¡oh qué piadosos son por una parte, cuando tan despiadados por otra! ¿Tan presto adquiere un cadáver aquel grado de corrupción en que puede dañar a los circunstantes? Permítase que suceda así en los que llegan a la muerte por los trámites ordinarios de una enfermedad conocida, donde se puede hacer juicio que la corrupción empezó algunos días antes de la extinción. Pero es ajeno de razón discurrir el riesgo expresado en toda muerte violenta y aun casi en todas las que son ocasionadas de accidentes repentinos. En el que murió por haber caído de una grande altura, es necedad temer alguna infección nociva en el espacio de dos ni tres días. Los mismos melindrosos físicos que están preocupados de tan injusto temor, sin melindre ni asco comen el carnero, la vaca y otras carnes, tres, cuatro o cinco días después de muertas.

     La misma indemnidad se puede considerar en toda o casi toda muerte repentina. ¿Qué más tiene morir del rompimiento de un aneurisma que de una estocada? En toda sofocación, ¿qué vicio tenían antes de ella los líquidos ni los sólidos del cuerpo? ¿O qué vicio induce ella, por el cual se pueda recelar una pronta corrupción? Lo mismo se puede decir en la muerte inducida por pavor u otro cualquier afecto vehemente, en la que es causada por cualquiera disrupción de arteria o vena interna. En las disecciones que se han hecho de apopléticos, apenas se ha descubierto jamás vicio que tuviese conexión con corrupción de líquidos o sólidos. Aun en los que mueren por apostema, juzgo mal fundado el miedo que comúnmente se tiene a la infección. Se horroriza la gente cuando el cadáver arroja la materia de la apostema. Y ¿qué hay que temer entonces del cuerpo, ya libre de aquella materia corrupta? Pero ni aun detenida dentro de él puede ofender a los circunstantes, pues ni aun inficiona los cuerpos de los mismos pacientes que la contienen dentro de sí, como se ha visto en muchos que sanaron por la expulsión del pus, después de muchos días de engendrado éste. Etmulero refiere que curó a una mujer pleurítica impiemática más de dos meses después que estaba engendrada y formada la apostema, haciendo expeler por tos la materia con el cocimiento de hojas de tabaco, no obstante ser la apostema tan grandiosa que en el espacio de tres días arrojó más de seis libras de materia purulenta. Pues si aquella materia en tanta copia y en tanto tiempo no inficionó al mismo cuerpo continente, ¿qué fundamento hay para temer que en dos o tres días apeste a cuerpos extraños? Vanisímos terrores que inspira y fomenta en el vulgo la inconsideración de los médicos.

     Convengo en que cualquier cadáver a segundo o tercer día exhalará algunos fétidos efluvios; pero, o pocos, exceptuando el caso de tiempo muy caliente, o de un hedor muy remiso; de modo que sólo serán sensibles a personas de un olfato muy delicado, y ni aun a éstas harán daño alguno. ¿No estamos oliendo y aun comiendo diariamente carnes y pescados tres y cuatro días después de muertos, cuando ya se percibe su olor a cuatro o seis pasos de distancia, sin que esto nos ofenda? Es cierto que aquel olor señala ya una corrupción incipiente; pero esta corrupción nada tiene de nociva, antes se puede decir que mejora las carnes y es como madurez que les da el más alto grado de sazón. Pero, dado caso que los efluvios fétidos de los cadáveres incomodasen ya al segundo día, ¿no es fácil precaver este daño con sahumerios de espliego, romero y otras yerbas olorosas?

     Es, pues, contra toda razón, es inhumanidad, es barbarie, dar los cadáveres a la tierra, por tan mal fundados miedos de infección, antes de explorar debidamente si son verdaderos cadáveres o sólo aparentes. Soy de vuestra merced, etc.

Cartas eruditas. Benito Jerónimo Feijoo. 

 


 Fénelon: François de Salignac de la Mothe, más comúnmente conocido como François Fénelon (Château de Fénelon, Saint-Mondane, 6 de agosto de 1651 -Cambrai, 7 de enero de 1715) fue un teólogo católico, porta y escritor francés. Fénelon es más recordado por su novela Aventuras de Telémaco, una escabrosa crítica a las políticas de Luis XI, probablemente publicado en 1699. La influencia literaria de esta novela política fue considerable durante los dos siglos siguientes.

De familia noble, Fénelon fue elegido Arzobispo de Cambrai, en 1695, fue preceptor del Duque de Borgoña (el nieto del rey Luis XIV). La publicación de una de sus obras, la Explicación de las máximas de los santos, fue condenada por la Santa Sede y Fénelon fue despojado de sus títulos y rentas, y confinado en su diócesis.



Profesión de fe del vicario saboyano: La Profesión de fe del Vicario Saboyano forma parte de la conocida obra de Rousseau sobre educación, El Emilio. En esta obra expone el ginebrino su clásica teoría educativa estudiada desde entonces por la pedagogía. Emilio debe ser educado tratando de mantenerle en el estado de naturaleza del que nunca debió el hombre alejarse. Sin embargo, hay que advertir que según el mismo Rousseau, dicho estado de naturaleza ni ha existido, ni existe, ni existirá nunca. No es ningún hecho histórico al que hay que retroceder en el tiempo para encontrar a un ser humano primitivo. Es solamente un estado teórico que sería el resultado de quitar al estado de cosas actual todo lo que tiene de artificial. Por eso hay que advertir ya desde ahora que es un error pensar que Rousseau propone una vuelta al estado de naturaleza, como muchos ilustrados entendieron. Sin embargo, dicho estado según él conviene tenerlo muy en cuenta a la hora de elaborar un sistema educativo y una forma de gobierno que no esté corrompida por las perversas costumbres de unos hombres que estiman mucho más el “parecer” que el “ser”.


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