miércoles, 4 de noviembre de 2015

2º BACHILLERATO. TEXTOS INTRODUCCIÓN AL ROMANTICISMO.

TEXTO 1

LA ANGUSTIA ROMÁNTICA

El universo de Leopardi es de una grandeza gélida. El hombre ante él puede sentir fascinación, pero no arropamiento para su soledad. Y no obstante, el poeta prefiere aceptar el abismo que entraña esta concepción de la realidad a ocultar tal abismo mediante una promesa –fatua– de trascendencia.
Enfrentado a los espejismos consoladores –Dios, Razón, Naturaleza–, ajeno a toda idea de salvación o redención, descansa en una reivindicación absoluta del carácter superior de la soledad. El hombre aparece solo en el seno del universo, sometido a una lógica destructiva que le resulta tan incomprensible como inaceptable.
Desde su debilidad existencial, Leopardi sostiene una filosofía de la acción y del vigor. Absolutamente esquivo a todo compromiso, el poeta confía a su soledad toda la fuerza de su pensamiento. Es difícil encontrar en la moderna literatura occidental otro ejemplo de veracidad existencial y de total ausencia de autoconmiseración tan contundente como el de Leopardi. Él mismo, en su obra, está completamente convencido de que no deja ningún resquicio a la debilidad. Pero, además, exige que su vida sea tenida en concordancia con su obra. Es concluyente, a este respecto, una carta enviada en mayo de 1832 a De Sinner en la que rebate airadamente la interpretación en clave patológica que de su poesía ha hecho la revista alemana Hesperus: “Sean cuales sean mis desgracias [...] he tenido el suficiente coraje para no tratar de disminuir su peso ni por las frívolas esperanzas de una su- puesta felicidad futura y desconocida, ni por una infame resignación. Mis sentimientos hacia el Destino han sido y son los que he expresado en ‘Bruto Minore’. Ha sido como con- secuencia de este mismo coraje por lo que, habiendo sido llevado por mis investigaciones a una filosofía desesperada, no he dudado en abrazarla enteramente, mientras que, por otro lado, no ha sido sino por la infamia de los hombres, necesitados de ser persuadidos del mérito de la existencia, por lo que se ha querido considerar mis opiniones filosóficas como el resultado de mis particulares sufrimientos [...]. Antes de morir, quiero protestar contra esta invención de la debilidad y la vulgaridad, y rogar a mis lectores que se sientan movidos a destruir mis observaciones y mis razones antes que a acusar a mis enfermedades”.
Este documento posee un valor casi testamentario. Leopardi extiende a su vida idéntico titanismo al proclamado en su poesía. Esta íntima comunicación manifiestamente romántica –entre su poesía y su vida– encuentra su genuina expresión en “A se stesso”, publicado en la edición napolitana de los Canti (Cantos) en 1835, dos años antes de su muerte. En la cercanía de ésta, Leopardi presupone una actitud semejante a la que, como símbolo de una existencia trágica y un comportamiento heroico, la leyenda ha otorgado a la figura de Bruto, “l’ultimo antico”:

T’acqueta omai. Dispera / l’ultima volta. Al gener nostro il fato / non donò che il morire. Omai disprezza / te, la natura, il brutto / poter che, ascoso, a comun danno impera, / e l’infinita vanità del tutto.

“Cálmate ahora. Desespera / por última vez. A nuestro género el hado / no dio sino el morir. Ahora desprecia / a la naturaleza, el brutal / poder que, oculto, impera sobre todo el daño común / y la infinita vanidad del todo.”

RAFAEL ARGULLOL: Leopardi.

TEXTO 2

LA DECADENCIA ESPAÑOLA

Tras la pérdida de casi todas sus Provincias de Ultramar –un hecho ya irreversible a fines de 1824–, la monarquía española se ve reducida a una serie de territorios estructuralmente muy heterogéneos, geográficamente muy dispersos y aislados entre sí. Fuera de la Península y sus aledaños de Canarias, Ceuta y Melilla, la Monarquía conserva en América las islas de Cuba y Puerto Rico; en Asia, las Filipinas, Marianas, Carolinas y Palaos; en África, otro grupo de pequeñas islas y una zona costera –prácticamente una isla, por su aislamiento con respecto al interior del continente– en el golfo de Guinea. De otro lado, la misma España peninsular se ha convertido históricamente, desde 1814, en una “isla”: potencia de tan bajo rango, marginada con respecto a una Europa en la que ya no cuenta, arruinada en los años de “agonía del Antiguo Régimen”, económicamente atrasada, política y culturalmente imitativa, mimética y ya sin originalidad ni empuje; por no tener, carece hasta de una marina digna de ese nombre, que hubiera sido el único medio de conectar con relativa solidez sus dispersos territorios, puros restos del naufragio de 1808-1825. [...] Sin un lugar digno en el Congreso de Viena ni peso específico en la Santa Alianza, la España decimonónica parece que no encontró mejor vínculo de integración en Europa que su entrada en la impropiamente llamada Cuádruple Alianza (1834), más bien tratado en el que cristaliza un sistema regional europeo constituido por dos primeras potencias –Inglaterra y Francia– que se dignan incluir en él como satélites menores a las dos naciones ibéricas, con objeto de reforzar y estabilizar sus incipientes estructuras políticas liberales y parlamentarias frente al carlismo español y al miguelismo portugués. Aunque el sistema no funcionó a la perfección y tuvo sus ligeras, pasajeras crisis, resultó bastante sólido y duradero. Tuvo, al menos, la ventaja –potencialmente enorme, mas por desgracia estéril– de terminar con los viejos y dañinos antagonismos hispano-portugueses, antaño provocados y agravados por Inglaterra. Tuvo la previsible consecuencia de hacer de la Península un coto de explotación económica y financiera por parte de Inglaterra y Francia; y, todavía peor, de convertir a España y Portugal en Estados provincianos deslumbrados por la nueva civilización europea del imperialismo, del capitalismo industrial y de la ética burguesa. La Cuádruple Alianza significaría para España una política internacional seguida por los gobiernos de Madrid con fidelidad casi absoluta durante varias décadas: “cuando Francia e Inglaterra marchen de acuerdo, España se unirá a ambas; cuando entren en conflicto, España se abstendrá”.
Por supuesto que las naciones ibéricas se asociaron a la Cuádruple Alianza en exclu- sivo beneficio de Inglaterra y Francia. Regímenes liberales y parlamentarios en España y Portugal darían a la Europa occidental y atlántica una homogeneidad constitucional que redundaría en prestigio para Francia e Inglaterra, y facilidades para que ambas tuvieran en la Península un buen mercado para sus manufacturas y un buen campo para sus jugosas inversiones de capital en ferrocarriles, minas, etc. Había también razones estratégicas importantes: el control de la Península significaba, para Inglaterra, el de la vital ruta del Estrecho y la seguridad y prosperidad de su enclave colonial en Gibraltar; para Francia, la seguridad de la ruta Marsella-Argel, tan cercana a las islas Baleares y tan importante desde que se inicia la ocupación gala de Argelia (1830). Los políticos es- pañoles, por lamentable mimetismo, adoptaron con rapidez las ideas y actitudes colonia- listas de Inglaterra y Francia, que consideraron atributo esencial de un Estado europeo moderno, fuerte, progresista y rico. En las Constituciones españolas de 1837 y 1845 se establece que las Provincias de Ultramar serán regidas y administradas por leyes especia- les; quedaba así repudiada la igualdad de todos los españoles de ambos hemisferios que se había proclamado en la Constitución de 1812. El colonialismo incipiente, temporal y vergonzante de los últimos años del absolutismo ilustrado se transforma desde 1837, por obra y gracia del liberalismo parlamentario, en pleno, puro y descarado colonialismo de tipo europeo.

GUILLERMO CÉSPEDES DEL CASTILLO: América hispánica (1492-1898).

No hay comentarios:

Publicar un comentario