TEXTO 1
LA ANGUSTIA ROMÁNTICA
El universo de Leopardi es de una grandeza gélida. El hombre ante él puede
sentir fascinación, pero no arropamiento para su soledad. Y no obstante, el
poeta prefiere aceptar el abismo que entraña esta concepción de la realidad a
ocultar tal abismo mediante una promesa –fatua– de trascendencia.
Enfrentado a los espejismos consoladores –Dios, Razón, Naturaleza–, ajeno a
toda idea de salvación o redención, descansa en una reivindicación absoluta del
carácter superior de la soledad. El hombre aparece solo en el seno del
universo, sometido a una lógica destructiva que le resulta tan incomprensible
como inaceptable.
Desde su debilidad existencial, Leopardi sostiene una filosofía de la
acción y del vigor. Absolutamente esquivo a todo compromiso, el poeta confía a
su soledad toda la fuerza de su pensamiento. Es difícil encontrar en la moderna
literatura occidental otro ejemplo de veracidad existencial y de total ausencia
de autoconmiseración tan contundente como el de Leopardi. Él mismo, en su obra,
está completamente convencido de que no deja ningún resquicio a la debilidad. Pero,
además, exige que su vida sea tenida en concordancia con su obra. Es
concluyente, a este respecto, una carta enviada en mayo de 1832 a De Sinner en
la que rebate airadamente la interpretación en clave patológica que de su
poesía ha hecho la revista alemana Hesperus: “Sean cuales sean mis desgracias
[...] he tenido el suficiente coraje para no tratar de disminuir su peso ni por
las frívolas esperanzas de una su- puesta felicidad futura y desconocida, ni
por una infame resignación. Mis sentimientos hacia el Destino han sido y son
los que he expresado en ‘Bruto Minore’. Ha sido como con- secuencia de este
mismo coraje por lo que, habiendo sido llevado por mis investigaciones a una
filosofía desesperada, no he dudado en abrazarla enteramente, mientras que, por
otro lado, no ha sido sino por la infamia de los hombres, necesitados de ser
persuadidos del mérito de la existencia, por lo que se ha querido considerar
mis opiniones filosóficas como el resultado de mis particulares sufrimientos
[...]. Antes de morir, quiero protestar contra esta invención de la debilidad y
la vulgaridad, y rogar a mis lectores que se sientan movidos a destruir mis
observaciones y mis razones antes que a acusar a mis enfermedades”.
Este documento posee un valor casi testamentario. Leopardi extiende a su
vida idéntico titanismo al proclamado en su poesía. Esta íntima comunicación
manifiestamente romántica –entre su poesía y su vida– encuentra su genuina
expresión en “A se stesso”, publicado en la edición napolitana de los Canti (Cantos)
en 1835, dos años antes de su muerte. En la cercanía de ésta, Leopardi
presupone una actitud semejante a la que, como símbolo de una existencia
trágica y un comportamiento heroico, la leyenda ha otorgado a la figura de
Bruto, “l’ultimo antico”:
T’acqueta omai. Dispera / l’ultima volta. Al gener nostro il fato / non
donò che il morire. Omai disprezza / te, la natura, il brutto / poter che,
ascoso, a comun danno impera, / e l’infinita vanità del tutto.
“Cálmate ahora. Desespera / por última vez. A nuestro género el hado / no
dio sino el morir. Ahora desprecia / a la naturaleza, el brutal / poder que,
oculto, impera sobre todo el daño común / y la infinita vanidad del todo.”
RAFAEL ARGULLOL: Leopardi.
TEXTO 2
LA DECADENCIA ESPAÑOLA
Tras la pérdida de casi todas sus Provincias de Ultramar –un hecho ya
irreversible a fines de 1824–, la monarquía española se ve reducida a una serie
de territorios estructuralmente muy heterogéneos, geográficamente muy dispersos
y aislados entre sí. Fuera de la Península y sus aledaños de Canarias, Ceuta y
Melilla, la Monarquía conserva en América las islas de Cuba y Puerto Rico; en
Asia, las Filipinas, Marianas, Carolinas y Palaos; en África, otro grupo de
pequeñas islas y una zona costera –prácticamente una isla, por su aislamiento
con respecto al interior del continente– en el golfo de Guinea. De otro lado,
la misma España peninsular se ha convertido históricamente, desde 1814, en una
“isla”: potencia de tan bajo rango, marginada con respecto a una Europa en la que
ya no cuenta, arruinada en los años de “agonía del Antiguo Régimen”,
económicamente atrasada, política y culturalmente imitativa, mimética y ya sin
originalidad ni empuje; por no tener, carece hasta de una marina digna de ese
nombre, que hubiera sido el único medio de conectar con relativa solidez sus
dispersos territorios, puros restos del naufragio de 1808-1825. [...] Sin un
lugar digno en el Congreso de Viena ni peso específico en la Santa Alianza, la
España decimonónica parece que no encontró mejor vínculo de integración en
Europa que su entrada en la impropiamente llamada Cuádruple Alianza (1834), más
bien tratado en el que cristaliza un sistema regional europeo constituido por
dos primeras potencias –Inglaterra y Francia– que se dignan incluir en él como
satélites menores a las dos naciones ibéricas, con objeto de reforzar y
estabilizar sus incipientes estructuras políticas liberales y parlamentarias
frente al carlismo español y al miguelismo portugués. Aunque el sistema no
funcionó a la perfección y tuvo sus ligeras, pasajeras crisis, resultó bastante
sólido y duradero. Tuvo, al menos, la ventaja –potencialmente enorme, mas por
desgracia estéril– de terminar con los viejos y dañinos antagonismos
hispano-portugueses, antaño provocados y agravados por Inglaterra. Tuvo la
previsible consecuencia de hacer de la Península un coto de explotación
económica y financiera por parte de Inglaterra y Francia; y, todavía peor, de
convertir a España y Portugal en Estados provincianos deslumbrados por la nueva
civilización europea del imperialismo, del capitalismo industrial y de la ética
burguesa. La Cuádruple Alianza significaría para España una política
internacional seguida por los gobiernos de Madrid con fidelidad casi absoluta
durante varias décadas: “cuando Francia e Inglaterra marchen de acuerdo, España
se unirá a ambas; cuando entren en conflicto, España se abstendrá”.
Por supuesto que las naciones ibéricas se asociaron a la Cuádruple Alianza
en exclu- sivo beneficio de Inglaterra y Francia. Regímenes liberales y
parlamentarios en España y Portugal darían a la Europa occidental y atlántica
una homogeneidad constitucional que redundaría en prestigio para Francia e
Inglaterra, y facilidades para que ambas tuvieran en la Península un buen mercado
para sus manufacturas y un buen campo para sus jugosas inversiones de capital
en ferrocarriles, minas, etc. Había también razones estratégicas importantes:
el control de la Península significaba, para Inglaterra, el de la vital ruta
del Estrecho y la seguridad y prosperidad de su enclave colonial en Gibraltar;
para Francia, la seguridad de la ruta Marsella-Argel, tan cercana a las islas
Baleares y tan importante desde que se inicia la ocupación gala de Argelia
(1830). Los políticos es- pañoles, por lamentable mimetismo, adoptaron con
rapidez las ideas y actitudes colonia- listas de Inglaterra y Francia, que
consideraron atributo esencial de un Estado europeo moderno, fuerte,
progresista y rico. En las Constituciones españolas de 1837 y 1845 se establece
que las Provincias de Ultramar serán regidas y administradas por leyes especia-
les; quedaba así repudiada la igualdad de todos los españoles de ambos
hemisferios que se había proclamado en la Constitución de 1812. El colonialismo
incipiente, temporal y vergonzante de los últimos años del absolutismo
ilustrado se transforma desde 1837, por obra y gracia del liberalismo
parlamentario, en pleno, puro y descarado colonialismo de tipo europeo.
GUILLERMO CÉSPEDES DEL CASTILLO: América
hispánica (1492-1898).
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