Aquí, en efecto, empieza ya a definirse la
alteración mental iniciada desde años atrás.
Olivares se daba cuenta de que todo estaba
perdido. Aquel mismo año, 1641, hace un testamento, pieza esencial para
juzgarle, en el, enfrentado con Dios y con la Historia, cerrados de momento los
oídos a las desdichas que le rodeaban, resurge todavía, ya tocado de neto
delirio, su espíritu de grandeza. No es de los rasgos menos llamativos de este
delirio su absurda esperanza de tener hijos todavía con su mujer Doña Inés.
Pero, por si acaso, reconoce al hijo del amor clandestino, a Julián, a la vez
que el Monarca reconoce al Don Juan, hijo de Calderona.
Después ya es todo triste declinación, salvo el
arranque magnífico de la publicación del Nicandro, el papel con que se defiende
de los que cobardemente le atacan después de caído y en el que, por vez
primera, su cuerpo decrépito se alza altaneramente ante el Rey —el ídolo— y le
amenaza. Un destello más, el postrero, allá en Toro, próximo a morir, cuando
pide al Rey que le permita alzar gente de a caballo para socorrer la frontera
de Portugal. Son los últimos fulgores de su ambición genial. Después, se fue
poco a poco hundiendo en la demencia, que será estudiada en el último capítulo.
Así fue la vida interior del Conde-Duque,
torturada por el vaivén descomunal entre la desesperación y la gloria. Pocos,
repitámoslo, sospecharán tan hondas, tan entrañables miserias humanas en aquel
gigante, que los retratos y los cuentos nos han hecho ver como un monstruo de
vanidad y de astucia.
Gregorio Marañón.
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