miércoles, 26 de marzo de 2014

2º BACHILLERATO. POESÍA DE POSGUERRA. TEXTOS.



HIJOS DE LA IRA. DÁMASO ALONSO.
MUJER CON ALCUZA                      

A Leopoldo Panero
                       
Escuchar
           

    ¿Adónde va esa mujer,
    arrastrándose por la acera,
    ahora que ya es casi de noche,
    con la alcuza en la mano?

    Acercaos: no nos ve.
    Ya no sé qué es más gris,
    si el acero frío de sus ojos,
    si el gris desvaído de ese chal
    con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
    o si el paisaje desolado de su alma.

    Va despacio, arrastrando los pies,
    desgastando suela, desgastando losa,
    pero llevada
    por un terror
    oscuro,
    por una voluntad
    de esquivar algo horrible.

    Sí, estamos equivocados.
    Esta mujer no avanza por la acera
    de esta ciudad,
    esta mujer va por un campo yerto,
    entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
    y tristes caballones,
    de humana dimensión, de tierra removida,
    de tierra
    que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
    entre abismales pozos sombríos,
    y turbias simas súbitas,
    llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del
         color de la desesperanza.

    Oh sí, la conozco.
    Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
    en un tren muy largo;
    ha viajado durante muchos días
    y durante muchas noches:
    unas veces nevaba y hacia mucho frío,
    otras veces lucía el sol y remejía el viento
    arbustos juveniles
    en los campos en donde incesantemente estallan extrañas
          flores encendidas.
    Y ella ha viajado y ha viajado,
    mareada por el ruido de la conversación,
    por el traqueteo de las ruedas
    y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
    ¡Oh!:
    noches y días,
    días y noches,
    noches y días,
    días y noches,
    y muchos, muchos días,
    y muchas, muchas noches.
    Pero el horrible tren ha ido parando
    en tantas estaciones diferentes,
    que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
    ni los sitios,
    ni las épocas.

    Ella
    recuerda sólo
    que en todas hacía frío,
    que en todas estaba oscuro,
    y que al partir, al arrancar el tren,
    ha comprendido siempre
    cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
    ha sentido siempre
    una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara
          de la mejilla,
    como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
    como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables
          margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
    como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios
          y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
    Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
    y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
    gritando y retorciéndose,
    sólo
    para ver alejarse en la infinita llanura
    eso, una solitaria estación,
    un lugar
    señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
    por una cruz
    bajo las estrellas.

    Y por fin se ha dormido,
    sí, ha dormitado en la sombra,
    arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
    por gritos ahogados y empañadas risas,
    como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
    sólo rasgadas de improviso
    por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
    o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan
         las nalgas,
    aun mareada por el humo del tabaco.

    Y ha viajado noches y días,
    sí, muchos días,
    y muchas noches.
    Siempre parando en estaciones diferentes,
    siempre con un ansia turbia de bajar ella también, de quedarse ella
         también,
    ay,
    para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
    para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.

    ...No ha sabido cómo.
    Su sueño era cada vez más profundo,
    iban cesando,
    casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
    sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las
         sombras,
    algún chillido como un limón agrio que pone amarilla un momento la
         noche.
    Y luego nada.
    Sólo la velocidad,
    sólo el traqueteo de maderas y hierro
    del tren,
    sólo el ruido del tren.

    Y esta mujer se ha despertado en la noche,
    y estaba sola,
    y ha mirado a su alrededor,
    y estaba sola,
    y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
    de un vagón a otro,
    y estaba sola,
    y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
    a algún empleado,
    a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
    y estaba sola,
    y ha gritado en la oscuridad,
    y estaba sola,
    y ha preguntado en la oscuridad,
    y estaba sola,
    y ha preguntado
    quién conducía,
    quién movía aquel horrible tren.
    Y no le ha contestado nadie,
    porque estaba sola,
    porque estaba sola.
    Y ha seguido días y días,
    loca, frenética,
    en el enorme tren vacío,
    donde no va nadie,
    que no conduce nadie.

    ...Y esa es la terrible,
    la estúpida fuerza sin pupilas,
    que aún hace que esa mujer
    avance y avance por la acera,
    desgastando la suela de sus viejos zapatones,
    desgastando las losas,
    entre zanjas abiertas a un lado y otro,
    entre caballones de tierra,
    de dos metros de longitud,
    con ese tamaño preciso
    de nuestra ternura de cuerpos humanos.
    Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una
         semidiosa, su alcuza),
    abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
    como si caminara surcando un trigal en granazón,
    si, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces,
         o una nebulosa de cruces,
    de cercanas cruces,
    de cruces lejanas.

    Ella,
    en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
    se inclina,
    va curvada como un signo de interrogación,
    con la espina dorsal arqueada
    sobre el suelo.
    ¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
    como si se asomara por la ventanilla
    de un tren,
    al ver alejarse la estación anónima
    en que se debía haber quedado?
    ¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
    sus recuerdos de tierra en putrefacción,
    y se le tensan tirantes cables invisibles
    desde sus tumbas diseminadas?
    ¿O es que como esos almendros
    que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
    conserva aún en el invierno el tierno vicio,
    guarda aún el dulce álabe
    de la cargazón y de la compañía,
    en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
    
LUIS ROSALES

SONETO A JOSÉ ANTONIO QUE DESCUBRIÓ, EXPRESÓ
Y DEFENDIÓ LA VERDAD DE ESPAÑA. MURIÓ POR ELLA.


Tú amaste el ser de España misionera
frente al peligro y por la luz unida,
el ser de la evidencia enaltecida
del mar latino en la ribera entera:


tú la verdad de España duradera
de la esperanza y del dolor nacida,
verdad de salvación al tiempo asida,
verdad que hace el destino verdadera;


tú la unidad que salva del pecado,
la unidad que nos libra y nos descubre
en los ojos de Dios como alabanza;


¡ya no tienes la vida que has salvado!,
la tierra te defiende y no te cubre
como el vivir defiende la esperanza.

           
BLAS DE OTERO
ÁNGEL FIERAMENTE HUMANO.
LA TIERRA (LO ETERNO)

Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.

                                          Romper el mar
en el mar, como un himen inmenso,
mecen los árboles el silencio verde,
las estrellas crepitan, yo las oigo.

Sólo el hombre está solo. Es que se sabe
vivo y mortal. Es que se siente huir
—ese río del tiempo hacia la muerte—.

Es que quiere quedar. Seguir siguiendo,
subir, a contra muerte, hasta lo eterno.
Le da miedo mirar. Cierra los ojos
para dormir el sueño de los vivos.

Pero la muerte, desde dentro, ve.
Pero la muerte, desde dentro, vela.
Pero la muerte, desde dentro, mata.

...El mar —la mar—, como un himen inmenso,
los árboles moviendo el verde aire,
la nieve en llamas de la luz en vilo...


 JOSE ÁNGEL VALENTE.
CABO DE GATA.
EL cabo entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la cabellera anegada en el mar. El color no es color; es tan sólo la luz. Y la luz sucedía a la luz en láminas de tenue transparencia. El cabo baja hacia las aguas, dibujado perfil por la mano de un dios que aquí encontrara acabamiento, la perfección del sacrificio, delgadez de la línea que engendra un horizonte o el deseo sin fin de lo lejano. El dios y el mar. Y más allá, los dioses y los mares. Siempre. Como las aguas besan las arenas y tan sólo se alejan para volver, regreso a tu cintura, a tus labios mojados por el tiempo, ala luz de tu piel que el viento bajo de la tarde enciende. Territorio, tu cuerpo. El descenso afilado de la piedra hacia el mar, del cabo hacia las aguas. Y el vacío de todo lo creado envolvente, materno, como inmensa morada.

LEOPOLDO MARÍA PANERO.
PASADIZO SECRETO.
Oscuridad nieve buitres desespero oscuridad nueve buitres nieve
buitres castillos (murciélagos) os
curidad nueve buitres deses
pero nieve lobos casas
abandonadas ratas desespero o
scuridad nueve buitres des
"buitres", "caballos", "el monstruo es verde", "desespero"
bien planeada oscuridad
Decapitaciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario