¿QUÉ ES EL MODERNISMO?, EDUARDO
LÓPEZ CHAVARRI.
El Modernismo, en
cuanto movimiento artístico, es una evolución y, en cierto modo, un
renacimiento.
No es precisamente una reacción contra el
naturalismo, sino contra el espíritu utilitario de la época, contra la brutal
indiferencia de la vulgaridad. Salir de un mundo en que todo lo absorbe el
culto del vientre, buscar la emoción de arte que vivifique nuestros espíritus
fatigados en la violenta lucha por la vida, restituir al sentimiento lo que le
roba la ralea de egoístas que domina en todas partes…, eso representa el
espíritu del Modernismo.
El artista, nacido de una generación cansada
por labor gigantesca, debe sentir el
ansia de liberación, influida por aquel vago malestar que produce el vivir
tan aprisa y tan materialmente. No podía ser de otro modo: nuestro espíritu
encuéntrase agarrotado por un progreso que atendió al instinto antes que al
sentimiento; adormecióse la imaginación y huyó la poesía; desaparecen las
leyendas misteriosas profundamente humanas en su íntimo significado; el canto
popular libre, impregnado de naturaleza, va enmudeciendo; en las ciudades, las
casas de seis pisos impiden ver el centelleo de las estrellas, y los alambres
del teléfono no dejan a la mirada perderse en la profundidad azul; el piano
callejero mata la musa popular: ¡estamos en pleno industrialismo! En medio de
este ambiente, vemos infiltrarse cada vez más en el alma de las gentes la
“afectación de trivialidad”, especie de lepra que todo lo infecciona y lo degrada:
entre nosotros se traduce por el chulapismo y el flamenquismo, los cuales
triunfan con su música patológica y su “poesía” grosera, haciendo más y más
imposible todo intento de dignificación colectiva… En oposición a esto, entran nella commedia dell’arte las máscaras
groseras del pedantismo y el diletantismo,
entecos, asexuales y tan perniciosos como los anteriores. Y he ahí la
materia que ha venido a formar al “público” (es decir, lo contrario del
“pueblo”-gens), masa trivial y
distraída, que no tiene voluntad para
la obra de arte, masa indiferente y hastiada, que protesta con impaciencia
cuando se la quiere hacer sentir. ¿No había de sublevarse todo espíritu sincero
contra estas plagas?
Tal es la aspiración de donde nació la nueva
tendencia de arte, tendencia que puede ser considerada, en último término, como
una palpitación más del romanticismo.
Mi
religión
de Miguel de Unamuno
Me escribe un amigo desde Chile
diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que, refiriéndose a mis
escritos, le han dicho: «Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de
este señor Unamuno?» Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y
voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo
mejor el sentido de la tal pregunta.
Tanto los individuos como los pueblos
de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de
orden económico y de otros órdenes análogos— propenden al dogmatismo, sépanlo o
no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La pereza
espiritual huye de la posición crítica o escéptica.
Escéptica digo, pero tomando la voz
escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere
decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma
y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una
fórmula, acertada o no, como solución de él.
En el orden de la pura especulación
filosófica, es una precipitación el pedirle a uno soluciones dadas, siempre que
haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un
largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño
progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo
que procede es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella.
Cabe, sí, edificar la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando
antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene
otra casa, o dormir a campo raso.
Y es preciso no perder de vista que
para la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos que esperar a las soluciones
científicas definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre hipótesis y
explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al delincuente no
se pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para
estornudar no reflexiona uno sobre el daño que puede hacerle el pequeño
obstáculo en la garganta que le obliga al estornudo.
Los hombres que sostienen que de no
creer en el castigo eterno del infierno serían malos, creo, en honor de ellos,
que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de ultratumbas no por eso
se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a su
conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno
por creer en él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición ésta que habrá
de parecer oscura o enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de
espíritu perezoso.
Y bien, se me dirá, «¿Cuál es tu
religión?» Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la
vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva;
mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión
es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como
dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible —o
Incognoscible, como escriben los pedantes—ni con aquello otro de «de aquí no
pasarás». Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo
inaccesible.
«Sed perfectos como vuestro Padre que
está en los cielos es perfecto», nos dijo el Cristo, y semejante ideal de
perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y
término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la
gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay
ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que
se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
Ésos, los que me dirigen esa
pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en que pueda descansar el
espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder encasillarme y
meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de
mi: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es
místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero
que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero dejarme encasillar, porque yo,
Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena,
soy una especie única. «No hay enfermedades, sino enfermos», suelen decir
algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.
En el orden religioso apenas hay cosa
alguna que tenga racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo
comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional.
Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte
tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas especiales de esta o de aquella
confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y
amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o
protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos— que niegan
cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos. Cristiano
protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.
Confieso sinceramente que las
supuestas pruebas racionales —la ontológica, la cosmológica, la ética,
etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones
se quieren dar de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos
y peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto,
no poder hablar a los zapateros en términos de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme
racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los
razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores
aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo
creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se
me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la
Historia. Es cosa de corazón.
Lo cual quiere decir que no estoy
convencido de ello como lo estoy de que dos y dos hacen cuatro.
Si se tratara de algo en que no me fuera
la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del
problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi
acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es;
tal vez no pueda saber nunca, pero «quiero» saber. Lo quiero, y basta.
Y me pasaré la vida luchando con el
misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y
es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la
desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta
preocupación, y espero muy poca cosa en el orden de la cultura - y cultura no
es lo mismo que civilización - de aquellos que viven desinteresados del
problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto
social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro
espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por
pereza mental, por superficialidad, por cientificismo, o por lo que sea, se
apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los
que dicen: «¡No se debe pensar en eso!»; espero menos aún de los que creen en
un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía
menos de los que afirman con la gravedad del necio: «Todo eso no son sino
fábulas y mitos; al que se muere lo entierran, y se acabó». Sólo espero de los
que ignoran, pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por
la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre
inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si
puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa
confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como
lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo
menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.
Para esta obra —obra religiosa— me ha
sido menester, en pueblos como estos pueblos de lengua castellana, carcomidos
de pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos en la rutina del
dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista, me ha sido
preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras duro y agresivo, no
pocas enrevesado y paradójico. En nuestra menguada literatura apenas se le oía
a nadie gritar desde el fondo del corazón, descomponerse, clamar. El grito era
casi desconocido. Los escritores temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les
pasa lo que a muchos que soportan en medio de la calle una afrenta por temor al
ridículo de verse con el sombrero por el suelo y presos por un polizonte. Yo,
no; cuando he sentido ganas de gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el
decoro. Y ésta es una de las cosas que menos me perdonan estos mis compañeros
de pluma, tan comedidos, tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican
la incorrección y la indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que
de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan lo hacen
entonadamente; sus desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor, he
gritado, y he gritado en público. Los salmos que figuran en mi volumen de
Poesías no son más que gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer
vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas
cuerdas, o si las tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no resonará en
ellas, y declararán que eso no es poesía, poniéndose a examinarlo
acústicamente. También se puede estudiar acústicamente el grito que lanza un
hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el que no tenga ni corazón
ni hijos, se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras
varias composiciones que allí hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no
expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o peor, con la voz y el oído
que Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios y
lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en
ellos faunos, dríades, silvanos, nenúfares, «absintios» (o sea ajenjos), ojos
glaucos y otras garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo,
que no voy a tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.
De lo que huyo, repito, como de la
peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los
holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: «Y este señor, ¿qué
es?» Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso
por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los
conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista
espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de
pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe
cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores,
liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele
querer enterarse y acostumbra después que se le ha sermoneado cuatro horas a
volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a preguntarme:
«Bueno; pero ¿qué soluciones traes?» Y yo, para concluir, les diré que si
quieren soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se
vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean,
piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles
pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más
que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.
Hay amigos, y buenos amigos, que me
aconsejan me deje de esta labor y me recoja a hacer lo que llaman una obra
objetiva, algo que sea, dicen, definitivo, algo de construcción, algo duradero.
Quieren decir algo dogmático. Me declaro incapaz de ello y reclamo mi libertad,
mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si llega el caso. Yo no sé si
algo de lo que he hecho o de lo que haga en lo sucesivo habrá de quedar por
años o por siglos después que me muera; pero sé que si se da un golpe en el mar
sin orillas las ondas en derredor van sin cesar, aunque debilitándose. Agitar
es algo. Si merced a esa agitación viene detrás otro que haga algo duradero, en
ello durará mi obra.
Es obra de misericordia suprema
despertar al dormido y sacudir al parado, y es obra de suprema piedad religiosa
buscar la verdad en todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad y la
inepcia.
Ya sabe, pues, mi buen amigo el
chileno lo que tiene que contestar a quien le pregunte cuál es mi religión.
Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que creen que guardo ojeriza a un
pueblo o una patria cuando le he cantado las verdades a alguno de sus hijos
irreflexivos, lo mejor que puede hacer es no contestarles.
Salamanca, 6 de noviembre de 1907.