TIEMPO DE SILENCIO, LUIS MARTÍN SANTOS.
“Cuando
llegué, ya estaba muerta”, fue lo primero que contra toda evidencia dijo y se
puso rojo de vergüenza porque aquello no era más que una disculpa dirigida a
calmar el odio de la madre. La cual no había nacido para odiar, sino que
intentó consolarle: “Usted hizo todo lo que pudo”, antes de empezar a gritar,
antes de arrojarse sobre la hija muerta y besar los labios que probablemente no
había besado desde que –cuando era una niña– tuvieron, tras haber mamado, el
propio sabor de la propia leche, antes de golpear al hombre que tenía al lado y
de arañarle el rostro que hoy se dejaría arañar a pesar de su naturaleza de
señor que, mañana indeclinablemente, volvería a adoptar y que continuaría
oprimiéndola como un aro de hierro contra el suelo.
Cuando
la madre comenzó a gritar, todas a una gritaron también las plañideras. Como si
desde siempre estuvieran preparadas a las muertes prematuras, las plañideras
vestían ya previamente ropajes negros al irrumpir en el máximo número posible
(que no era mucho) en la cámara mortuoria.
–¡Desgraciado!–
gritó una ante el cirujano como si fuera a escupirle, alzando dos manos
crispadas que, cuando ya iban a alcanzarle, se volvieron contra el propio
rostro golpeándolo con fuerza–. ¿Qué has hecho de mi florecita? –¡Mirarla!
¡Como un ángel!– se extasió una mujer de brazos remangados que, quizá por haber
tomado parte antes en las manipulaciones del mago, creyera haber colaborado en la
obra de arte.
Efectivamente, habiendo perdido la excesiva turgencia de
su edad pudenda y de sus comidas bastas, estaba la pobre embellecida. –Como si
durmiera, se ha quedado.
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