Cuenta
un escritor brasileño amigo mío, Edweine Loureiro, que, en una cena
en la que le preguntó a un anciano japonés cómo pudo transformarse
Japón tras la Guerra Mundial en una potencia económica, este le
respondió ofreciéndole un tazón de arroz con una sonrisa. Mi amigo
pensó que su interlocutor había optado por ignorar la pregunta,
pero este, consciente de la perplejidad de su compañero de mesa, le
ofreció una explicación de su metáfora. “Al término de la
guerra, no teníamos arroz para comer”, le aclaró. “Entendimos
que solo trabajando juntos e intensamente seríamos capaces de vencer
al hambre y a la miseria. Así que nos convertimos nosotros mismos en
arroz cocido: cuanto más pegados unos granos a otros, más fuertes
nos hacíamos.” El arroz japonés constituye la alegoría perfecta
para ilustrar las diferencias entre la naturaleza de este pueblo y la
nuestra: mientras nuestro concepto de arroz de calidad incluye como
condición indispensable el que sus granos estén sueltos, el arroz
japonés es pegajoso. Cada grano, redondo y lleno de almidón, se
encuentra pegado a otro, de manera que comer con palillos no supone
ninguna dificultad: los granos nunca se caen y el tazón queda
invariablemente limpio al final. El señor de la historia le hizo
entender a mi amigo que los japoneses, ante una catástrofe de
proporciones inimaginables, hicieron lo que mejor saben hacer: poner
el bien común por encima del individual. El progreso se derivó de
ello por sí solo, y en la repartición de los beneficios también
entraron todos.
El
arte de anteponer el bien común al propio, tan bien visto, aceptado
y predicado universalmente, no es sin embargo practicado con
frecuencia en muchos lugares del mundo. ¿Es, pues, inalcanzable para
seres que no posean una cualidad humana especial? ¿Cómo se
implementa en actos concretos? La lección que recibimos con cierto
desconcierto los occidentales que vivimos en Japón es que la
cuestión carece de misterio, ya que no requiere de ningún
sacrificio heroico ni de ninguna capacidad sobrenatural. Hacer bien
el trabajo de uno, sin cuestionar ni eludir sus aspectos más
ingratos, cualquiera que sea el oficio y la consideración social que
reciba, es la única clave para pertenecer a ese arroz cocido
colectivo y beneficiarse al mismo tiempo como individuo. (Montserrat
Sanz Yagüe, Presentación del libro Frente al Pacífico,
2011)
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