TEMA 7. EL TEATRO
ESPAÑOL DE 1939 A 1979. TENDENCIAS, AUTORES Y OBRAS PRINCIPALES.
Tras la guerra civil, la escena española se ve privada de sus figuras más renovadoras: Lorca y
Valle Inclán han muerto y Alberti, Max Aub o Alejandro Casona se encuentran en
el exilio. Sin duda, fue el género más desfavorecido debido a que los
condicionamientos comerciales e ideológicos se extremaron por a la férrea
censura y la propia autocensura de los autores, y a que el cine se ha
convertido en una fuerte competencia. Es un terreno poco propicio para las
inquietudes creadoras.
Prosperan, de un lado,
los “autores de diversión” intrascendente o conformista, que ofrecen obras
cómicas y evasivas de las circunstancias históricas. Por otro lado, encontramos
“autores serios”, que no tendrán acceso al teatro comercial y que en ocasiones
encontrarán salida en los teatros de ensayo o en las representaciones de teatro
independiente. Hay, por tanto, un “teatro visible” y otro “soterrado” que
intentaba responder a las nuevas exigencias estéticas y sociales, pero que apenas
logró mostrarse.
Durante la década de los
cuarenta y parte de los años cincuenta, se dan cuatro líneas fundamentales.
La alta comedia o
comedia de evasión fue denominada “el teatro de la continuidad sin ruptura”.
Entre sus cultivadores encontramos a Jose María Pemán, Ignacio Luca de Tena,
Claudio de la Torre, Edgar Neville o Joaquín Calvo Sotelo. Viejos maestros como
Benavente continúan estrenando obras como Lo
increíble.
Este teatro gozó del
favor del público y de los empresarios teatrales. Predominan las comedias de
salón y los dramas de tesis: la acción se desarrolla en espacios lujosos en los
que personajes burgueses viven conflictos relacionados con la soltería, el
adulterio, el choque generacional o la pérdida de valores tradicionales. Suelen
desembocar en un final feliz moralmente ejemplar. Se eluden los conflictos
sociales o políticos y tan sólo se lleva a cabo una moderada crítica social.
Otra línea fue el teatro
antirrealista, representada principalmente por la obra de Alejandro Casona.
Mezcla en sus obras la realidad y la fantasía y persigue, por lo general, una
finalidad didáctica. Los personajes viven a menudo situaciones irreales y los
conflictos se resuelven de forma amable y superficial y caen en el
melodrama. Destacan títulos como La
sirena varada, Los árboles mueren de pie o Prohibido suicidarse en primavera.
El teatro cómico fue
otra de las líneas principales. Dentro de este teatro de evasión destacan las
figuras de Jardiel Poncela y Miguel Mihura, cuya obra ha sido considerada como
precursora del teatro del absurdo por la introducción de un humor disparatado y
poético. Suponen el mejor intento de renovación y superación del género.
Jardiel Poncela
introdujo en su obra lo inverosímil, dio relevancia a la intriga y buscó el
humor verbal. Escribió obras con muchas acotaciones y una gran número de
personajes. Algunos de sus títulos más destacados son Los ladrones somos gente honrada o Eloísa está debajo de un almendro.
Miguel Mihuta fundamenta
su obra en el choque entre el individuo y la sociedad, motivo de su radical
descontento ante un mundo de convenciones que atenazan al hombre y le impiden
ser feliz, aunque a veces este conflicto queda escamoteado en los desenlaces.
Su mejor obra es Tres sombreros de
copa.
En una línea muy
diferente a las anteriores se sitúa un teatro serio, preocupado e inconformista
que se inserta, en un principio, en una corriente existencial, aunque presente
raíces sociales. En el drama social fueron claves dos obras: Historia de una
escalera (1949) de Buero Vallejo, que supuso una crítica a las injusticias del
momento y presenta a unos personajes más profundos psicológicamente y unos
espacios escénicos más complejos; y Escuadra
hacia la muerte de Alfonso Sastre, que persigue que sus obras sean un
medio de reflexión y de transformación social.
Durante la década de los
cincuenta y los años sesenta la línea predominante es el teatro social, también llamado “de
protesta y denuncia”. Aunque los condicionamientos
teatrales no varían demasiado, hay una
serie de novedades que se consolidarán hacia 1960: ha aparecido un público
nuevo (juvenil y sobre todo universitario) que demanda otro teatro y la censura
se relaja y tolera algunos enfoques críticos. Y todo ello coincide cuando en el
conjunto de la creación literaria fragua la concepción de realismo social.
Buero
Vallejo y Alfonso Sastre habían sido sus pioneros. Tras una primera etapa de
teatro existencial se centran en dar a sus obras un enfoque social.
Buero
Vallejo, en esta segunda etapa, sin abandonar el interés por el individuo
concreto o las facetas morales, insiste en las relaciones entre el individuo y
el entorno en obras como Un soñador para
un pueblo, Las meninas, El concierto de San Ovidio, El suelo de la razón y,
sin duda su obra más compleja, El
tragaluz, en la que muestra las consecuencias de la guerra civil.
Para
Alfonso Sastre la misión del teatro en un mundo injusto como el nuestro es la
de transformarlo y pone en práctica estas ideas en obras como Muerte en el barrio, La mordaza o La cornada.
Tras
ellos, aparecen autores más jóvenes coetáneos a la Generación del medio siglo:
Rodríguez Méndez (Los inocentes de la
Moncloa), Carlos Muñiz (El tintero),
Martín Recuerda (Los salvajes en Puente
San Gil) y Lauro Olmo (La camisa).
El tema común es la injusticia social y la alienación y la actitud del autor
será la de testimonio o protesta. En cuanto a la estética y la técnica, todos
se inscriben en el realismo, aunque con diferentes matices. Se trata de un
teatro comprometido con los problemas de España que quedó al margen del teatro
de consumo y tuvo dificultad para difundir sus obras.
Como
contraste, hubo un teatro que triunfó: en los años sesenta sigue teniendo éxito la
comedia burguesa en las obras de Alfonso Paso que tras una etapa de interés
testimonial, prefirió el camino del éxito. Algunos títulos: Vamos a contar mentiras, Cosas de papá y
mamá o Los peces gordos.
Muy
avanzada la década de los sesenta, pero fundamentalmente en los años setenta,
se supera el realismo y los autores se lanzan a la renovación de la expresión
dramática y se asimilan las corrientes experimentales del teatro extranjero
(teatro del absurdo, Brecht, Artaud). Comienza a desarrollarse un teatro
experimental y vanguardista que ha recibido diferentes nombres: subterráneo,
del silencio, maldito, etc. Los autores tuvieron muchos problemas para difundir
sus obras por su visión crítica y porque su audacia formal los alejó del
público mayoritario y de los escenarios convencionales. Seguía siendo un teatro
de protesta y denuncia, pero la novedad
radicaba en el tratamiento dramático: desechan el enfoque realista y utilizaron
procedimientos alegóricos o simbólicos. Convierten a sus personajes en símbolos
que encarnan ideas abstractas: el dictador, el explotador, el oprimido, etc. El
lenguaje recurre a la farsa, a lo grotesco, al esperpento, a lo alucinante y
onírico, todo ello realzado por la escenografía. Se advierten huellas de Becht,
Grotowski, el surrealismo, el expresionismo, el teatro del absurdo y la
tradición española (del entremés al esperpento, la tragedia grotesca, el género
chico o la revista).
Los
autores nunca tuvieron conciencia de formar un grupo homogéneo. Entre sus
representantes, de muy diversa edad y formación, destacan Francisco Nieva y
Fernando Arrabal.
La
obra de Nieva se caracteriza por una libérrima concepción de los elementos
teatrales, la subversión de los espacios tradicionales, la supresión de la
psicología de los personajes y la renuncia a incluir contenidos ideológicos.
Entre sus obras figuran títulos como
Nosferatu, Pelo de tormenta.
El
teatro de Fernando Arrabal se caracteriza por una iconoclasia que ataca tabúes
profundamente arraigados. Hace un teatro al margen de la sociedad por su
radical rechazo a la misma y en un proceso que va desde la marginación crítica
hasta una ofensiva belicosa contra el mundo, proceso condicionado por la
evolución ideológica del autor a lo largo de más de treinta años, en los que
nunca ha prescindido de su raíz surrealista. Entre sus títulos: El cementerio de automóviles, El jardín de
las delicias y Oye, patria, mi
aflicción.
Lo
dramaturgos que se habían exiliado permanecieron, con algunas excepciones,
alejados de los escenarios (Max Aub, Alberti o León Felipe).
En esta renovación teatral
desempeñaron un importante papel los grupos de teatro independiente como
Els Comediants, Els Joglars, La Cuadra, El Teatro Libre, La Fura Dels Baus
etc., que crearon textos propios, hicieron montajes colectivos y actuaron fuera
de los circuitos comerciales. En grandes ciudades como Madrid o Barcelona,
comienzan a realizar una importante labor las salas de teatro alternativo,
de aforo reducido y de precio más asequible, que generalmente ofrecen un teatro
de vanguardia dirigido a un público formado y con inquietudes culturales.
A partir de 1975 el teatro se
vio favorecido por la desaparición de la censura, las subvenciones de la
Administración Central y de los Gobiernos de las Comunidades Autónomas, el
establecimiento de un Centro de Documentación Teatral y de un Centro Nacional
de Nuevas Tendencias Escénicas...; pero el florecimiento del teatro no se
produjo porque las obras estrenadas ofrecen un interés limitado para el público
mayoritario, que prefirió el cine.
Tras unos años de dominio
experimental en la escena teatral, se advierte una vuelta a la estética
realista perceptible tantos en autores como en grupos de teatro independiente
que, desde una perspectiva social y testimonial, se interesan por los problemas
de la vida cotidiana, pero no excluyen elementos oníricos o alucinantes. Por
una parte, se emplean elementos de la tradición como el lenguaje del sainete;
por otra, se da una moderada renovación formal. Los nuevos dramaturgos se
inclinan más por el género de la comedia o la tragicomedia; la tragedia es
menos usual. Las obras transmiten con frecuencia un desencanto vital, reflejo
de una generación que va viendo caer sus utopías.
De los autores que
iniciaron su carrera en décadas precedentes, mantuvieron una presencia continuada en los escenarios Antonio Buero Vallejo (Jueces en la noche, Las trampas del
azar) y Antonio Gala, autor
difícil de clasificar. La
acogida de su obra ha sido irregular, pero con una progresiva aceptación desde
los años setenta. Los verdes campos del Edén, ¡Suerte, campeón! o Petra regalada son algunos de sus títulos.
Mejor acogida que obras del
teatro experimental han tenido las de otros dramaturgos de la vieja
guardia: Valle Inclán, Lorca, y en menor medida M.Mihura, Jardiel Poncela y
Alejandro Casona.
Por otra parte, diversos
novelistas y ensayistas –Carmen Martín Gaite, Eduardo Mendoza, Miguel Delibes,
Fernando Savater— han hecho sus pinitos en este género, con creaciones
originales o con adaptaciones dramáticas de algunos de sus relatos.
También, como ha ocurrido
en épocas pasadas, los empresarios han abierto sus puertas, preferentemente, a
los cultivadores de un teatro de evasión, humorístico, de corte folletinesco o
moralizador y de crítica amable y superficial. Entre los más favorecidos han
estado Ana Diosdado y Juan José Alonso Millán (Revistas del corazón, El
guardapolvo, Un golpe de suerte).
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