Al fin se fueron, dejándome con la sombra de los
muebles, que la luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda
vida. El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte.
Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y trepé en peligroso
alpinismo sobre le respaldo de un sillón para abrir una puerta que aparecía
entre las cortinas de terciopelo y polvo. Pude lograr mi intento en la medida
que los muebles lo permitían y vi que comunicaba con una de esas galerías
abiertas que dan tanta luz a as casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en
la suave negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como
si viera a antiguos amigos, bruscamente recobrados.
Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo
en un tropel toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar
en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo de meterme en
aquella cama que parecía un ataúd. Creo que estuve temblando de indefinibles
terrores cuando apagué la vela.
NOTA: en clase se indicará la fecha de corrección del texto.
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