Hace
tiempo que vengo observando con preocupación que la gente se cree la
tele. Que cree que lo estrambótico, arbitrario, excepcional y
llamativo, que son norma en la televisión, constituyen la realidad.
Las audiencias se disparan cuando aparecen la mujer barbuda o el
perro de tres cabezas. El fenómeno no es nuevo. Siempre han existido
las coplas de ciego, los cómicos de la legua y los circos ambulantes
que hacían posible lo imposible y por unas horas llenaban la vida de
exageración, de disparate. La diferencia es que antaño a nadie se
le ocurría ordenar su vida cotidiana según esos parámetros. La
gente se educaba en familias estables, bajo tradiciones seculares y
con certezas sólidas. A nadie se le ocurría romper su matrimonio a
la vista de una cara o unas piernas bonitas, abandonar a sus hijos
para ver mundo o mentir o darse a la maledicencia para hacerse rico y
famoso. A nadie, menos a los trasnochados y los delincuentes.
En la medida sin embargo en que hemos pasado de ser un pueblo con
tradiciones, relaciones y habilidades heredadas a ser una masa de
telespectadores aislados entre sí, nos hemos hecho vulnerables.
Hemos sustituido el paseo, la partida con los amigos o los juegos en
familia por las películas y magazines favoritos. Está demostrado
que hasta carecemos de tiempo para el afecto conyugal por culpa de
nuestra entrega a la caja mágica. Ella acorta las horas de sueño,
impide las conversaciones, dificulta la lectura y hasta sustituye la
misa dominical. El hombre y la mujer actuales están solos. Ante las
dificultades no acuden al amigo, al sacerdote, a sus padres, sino que
siguen directamente el ejemplo catódico. Los pocholos, los cotos,
las maricielos se han convertido en los arquetipos. Los que cocinamos
los medios sabemos que estos personajes son monstruos atípicos,
creados para divertir a las masas, pero los telespectadores creen en
ellos cada vez más. Así, el adolescente que experimenta una gran
atracción por su amigo cae en la trampa de creerse homosexual. El
depresivo empieza a acariciar la idea de la eutanasia. La gente se
casa, se junta, se divorcia y se desjunta a velocidad de vértigo
dejando hijos e hijas por el camino, heridas abiertas para siempre. Y
en general se piensa que hacerse rico y/o famoso es realmente el
objetivo de la vida. El resultado es una infelicidad cada vez
más extendida porque los problemas reales, en lugar de afrontarse,
se evitan. Porque la enfermedad, la duda, la pena que forman parte
inevitable e importante de la existencia se censuran y destierran.
Conviene recordar que la tele no es real. Que se inventa diariamente
para entretener. Que la vida se desarrolla fuera de su estrecho
armazón y que los mecanismos que regulan el ritmo apasionante de la
existencia nada tienen que ver con las tonterías catódicas.
Cristina
López Schlichting, "Pocholo es
virtual",
ABC, 9 de enero de 2004.
SE ENTREGARÁ EL MIÉRCOLES 9 DE MAYO.
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